Antonio Miguel Nogués Pedregal

©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2004)
Publicado en Diario de Cádiz, jueves 18 de marzo de 2004

Días después de los asesinatos de Madrid aquel 11 de marzo y cuando encontré fuerzas para escribir, salió publicada esta columna. Siento que tantos años y tantos miles de muertos después no haya perdido su vigencia.

Muerte

Resulta extraña la muerte. A la vez tan cercana y próxima como lejana y ajena. Una constante silenciosa envuelta en el paño de la verdad porque es en ella, en la muerte, donde encontramos sentido a la vida. Su fin. Su finalidad. Su razón de existir. La muerte es la absoluta presencia que se vive en su ausencia total. La muerte. Tantas veces pintadas y tantas pensada es distante en sus límites y eterna en su contenido. Solemne y completa. La muerte nos devuelve (por fin) al principio del tiempo. Muerte perpetua.

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Es esa ausente presencia la que nos conmueve cuando estalla y rompe el tiempo deteniéndolo para siempre. Sangre explotada que marca el ritmo del nuevo tiempo marcado por la confusión guerrera, por la segura traición a la naturaleza humana, por la consumación buscada de un fin para la historia. Muerte inocente que ha recuperado para el tren su sentido último de viaje y, sobre todo, muerte brutal enterrada por el odio y la ira. Muertos y tullidos para siempre. Temor ante lo eterno de un miembro cercenado. Minusvalía amputada en el cuerpo y en el alma. Dolor inmenso, amplio y silente ante los muertos que pasan manifestando la verdad. Llanto y desgarro.

Impotencia absoluta esta del terror que yerra en su maldita indiscriminación. Cargen, apunten, fuego. Bombas de racimo que nos recaen de nuevo, aquí y allá, otra vez más, a todos los que estamos debajo de los aviones. Siempre igual, muerte pública en su transporte, nada selectiva en su mira. Rojo sangre que encala, esta vez, nuestra memoria gualda. Muertos con nombres anónimos para muchos. Muertos inocentes de culpa oculta; de culpas personales y de jugosos secretos; culpas sexuadas y secretos libidinosos; juegos de licor y ardores; guiños, traiciones, engaños y amores; pasiones ocultas en el secreter del siempre recuerdo de los vivos. Bendita humanidad culpable sólo de su humanidad.

Por esto maldigo la indiscriminación y no a la muerte llamada. Maldita indiscriminación, maldita tú también, muerte, cuando eres así pensada. Malditos los que te invocaron y malditos los que te trajeron. Por esto maldigo la mentira, la hipocresía y la prepotencia; y juro que mis letras no sólo harán leña del árbol caído sino astillas, y con éstas una pira funeraria donde ardan en el eterno rechazo, la arrogancia, la soberbia y el mesianismo de los gobernantes.

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