Antonio Miguel Nogués Pedregal

©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2016)
Publicado en Eurogaceta, sábado 6 de julio de 2016

Alberto Garzón y Pablo Iglesias. | ELDIARIO.ES

Alberto Garzón y Pablo Iglesias. | ELDIARIO.ES

La justicia poética del ‘sorpasso’. Un ensayo epistémico sobre la cientificidad de la soberbia intelectual en la política real (I)

No sabría precisar si desde hace semanas o meses, pero desde luego no más de un par de años, que observo cómo en el lenguaje grueso de los tertulianos y de los aspirantes a políticos se deslizan unos monólogos repletos de (…) términos, autores y argumentarios (¡que no argumentos!) que actualizan el intelectualismo moral de Platón: hegemonía, dinámica social, teoría de juegos, Gramsci, centralidad, transversalidad, núcleo irradiador, táctica, estrategia… Sin embargo esta actualización no ha venido acompañada de la deseable re-lectura de los textos clásicos, sino solo de un barniz estético pleno de las metáforas e imágenes de esa parte de la cultura hiperindustrial que se considera más trendy: juego de tronos, tablero, posicionamiento en redes sociales…Grosso modo recordaré que el intelectualismo moral platónico es un planteamiento filosófico que sostiene la existencia de un fuerte vínculo entre el conocimiento (epistêmê) y las habilidades (technê), de tal forma que quien actúa mal lo hace por desconocimiento y quien lo hace bien lo hace porque conoce lo que es justo. Esto, que tiene muchas y muy interesantes derivaciones para la moral, la doctrina jurídica o la educación entre otros muchos ámbitos, resulta especialmente interesante en el contexto de una sociedad que se encuentra saturada de datos e informaciones: ¿es cierto que cuanto de mayor calidad sea el conocimiento, mejor (o más moral) será nuestro actuar? ¿Cabe pretenderse también y del mismo modo que cuanto más sepamos menos falibles seremos?

Aunque no solo por eso, la relación entre el conocimiento y el actuar es problemática porque nace de la aceptación de la dicotomía sujeto-objeto; es decir, que acepta que el sujeto cognoscente NO es al mismo tiempo el objeto que se estudia. La posibilidad de superar esa distancia que separa al sujeto del objeto estudiado es el fundamento que permite el conocimiento en general y, más concretamente, de uno de sus modos más conocidos y que mayor legitimidad disfruta: el conocimiento científico. La pregunta de cómo es posible ese conocimiento científico nos introduce en el apasionante mundo de las diferencias entre las ciencias de la naturaleza (Naturwissenchaften) y las ciencias del espíritu (Geistewissenchaften) de Wilhelm Dilthey, así como en la teoría de Las Dos Culturas de Charles Percy Snow (1958), en las diferencias entre objetividad y subjetividad o entre explicación (erklären) y comprensión (verstehen), en el denso mundo de las técnicas de recopilación, ordenación y análisis de datos, o en la legitimación de la ciencia como el modo “más objetivo” de conocer el mundo. En esta línea, creo no errar si mantengo que las “ciencias del espíritu” –esas que hoy llamamos ciencias sociales y humanidades– se caracterizan por ser ciencias cuya aspiración se dirige más a comprender las intenciones que producen la acción social, que a explicar las relaciones causales entre un hecho y su consecuente.

Así por ejemplo, cuando estudiamos la manera en la que se organiza la distribución del poder en una sociedad –hecho político–, se suele realizar aceptando la distancia sujeto-objeto. Este posicionamiento epistémico privilegia la explicación causal frente a la comprensión y, porque estamos hablando de procesos sociales y no aritmética, las posibilidades de errar son muy elevadas. Y lo son porque la distancia entre el sujeto cognoscente y objeto que se estudia no existe en realidad –somos humanos estudiando a humanos– y cualquier análisis que lo aborde desde la distancia está abocado al fracaso. Esa es la tragedia y la grandeza de las ciencias sociales y las humanidades: no son infalibles. Así pues, plantear el estudio del hecho político en una sociedad solo desde el análisis de los partidos o diseñar estrategias electorales simplificando la relación causal entre los actores sociales, es de una ingenuidad infantil o una soberbia intelectual asombrosa, como ya expuse en una columna en marzo de 2015 [Información de Alicante] y han corroborado las elecciones del pasado domingo: 1+1 no siempre da 2.

En la política actual se observa una interesante adaptación del intelectualismo moral al nuevo entorno espectacular. La trascendencia de una aparición en un medio de comunicación no depende del valor intrínseco de las ideas que se transmiten o de los referentes que fundamentan dichas ideas, sino del impacto medido por los índices de audiencia o el número de retuits. Esta nueva modalidad de dictadura espectacular ha lanzado a la fama algunas propuestas políticas que, aunque sin referentes ideológicos que las distinguiesen de las existentes, sí han removido nuestro anquilosado juego de partidos.

Sin embargo, desde el siglo XIX el panorama de partidos español se sitúa en un eje izquierda-derecha y, amén de que pueda cambiarse en los siglos venideros, es el que hoy utilizan los ciudadanos para mostrar sus preferencias electorales [1]. Por eso, salvo partidos con intereses muy concretos y determinados –estoy pensando en el PACMA o en la reivindicación de un referéndum soberanista como bandera de ciertas coaliciones/confluencias en Cataluña o Euskadi– aquellas formaciones que no encuentren cómo distinguirse de los partidos con mayor madurez ideológica y estructuras organizativas más sólidas (PP, PSOE, PCE o PNV) están abocadas a la marginalidad. Es difícil hacerse un hueco en el eje izquierda-derecha aportando ideas huérfanas, es decir, ideas que no aparezcan ya defendidas en alguna propuesta política. De ahí que haciendo de la necesidad virtud, la única estrategia posible sea, primero, entretener a la audiencia hablando de “significantes vacíos” aprovechando el capital simbólico que tiene el conocimiento científico para después, enfervorizar a los seguidores con imágenes de la cultura del espectáculo de masas como “juego de tronos” o metáforas como “patear el tablero” o “asaltar los cielos”. El objetivo es sencillo y de manual de primero de carrera. Si fracturamos el continuum izquierda-derecha y decimos que los «significantes» (o sea las etiquetas) que lo han estructurado (comunismo, socialismo, socialdemocracia…) no sirven ya, todas las ideas políticas quedarán de nuevo huérfanas de adscripción partidaria y, como en un mercado persa, se podrán barajar y repartir ex novo las ideas y construir otros discursos ideológicos. De ahí la necesidad que tienen C’s y Podemos de sorpassar a los competidores que, en el imaginario colectivo, detentan el monopolio de las ideas políticas posibles: PP, IU y PSOE. Todo funciona muy bien cuando se piensa desde un escritorio y desde el cientifismo de unos planteamientos nada empáticos ni comprensivos que creen que 1+1 es siempre 2.

Pero la trasposición acrítica de unas teorías nacidas para explicar una realidad socio-económica y política (por ejemplo, la latinoamericana) a otra realidad (por ejemplo, la española) es un error de científico principiante. Pretender vaciar los significantes políticos (es decir, las etiquetas) de un sentido forjado por la memoria histórica de una sociedad reduciendo el análisis del discurso a una semiología que rehúsa la pragmática, es un ejercicio de tanta arrogancia intelectual que produciría risa si no fuese por las terribles consecuencias de tener que soportar cuatro años más las políticas antisociales y la irrespetuosa indolencia del Sr. Rajoy y sus acólitos.

[1] Un buen ejemplo de la vigencia del eje izquierda-derecha en España, de su anclaje en la memoria histórica y de cómo la jerarquía de los valores varía entre los electores de diferentes partidos es este reportaje de La Sexta a votantes del Partido Popular [emitido el 30 de junio de 2016 en El Intermedio]. El reportaje evidencia cómo prevalece el ideal de la unidad de España aunque se gestione de manera amoral, frente al riesgo de una España federal gobernada por un Frente Popular: un significante –en absoluto vacío– cuya sola mención hace reverdecer una memoria colectiva en la que aún pervive la Guerra.