Antonio Miguel Nogués Pedregal

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Viñeta de El Roto para el periódico El País, 23 septiembre de 2017. | El País

Siempre he tenido un pensamiento social de izquierdas y me parece que lo sigo teniendo. Sin embargo, desde que comencé a leer a Agustín García Calvo y fui madurando mi pensamiento, caí en la cuenta de que una buena parte de la izquierda europea se encontraba sumida en una profunda contradicción ideológica porque, entre otras muchísimas cosas que algún día procuraré ordenar en un papel, rechazaba el fundamento mismo de su razón de ser: que las estructuras económicas y sus intereses fuesen los que moviesen el mundo.

Recordemos por ejemplo, el resumen canónico del materialismo histórico realizado por el propio Karl Marx en el ‘Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política’, obra de 1859:

«El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del ser humano la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia».

O explicado de manera coloquial: la infraestructura económica es la base sobre la que se levanta la manera en la que nos organizamos. Lo que a su vez, condiciona la manera en la que nos representamos el mundo y que Marx llama «conciencia social». Pero nunca a la inversa, como defendía el idealismo alemán. Así que, seguía el argumento, si subvertimos la base económica se cambiaría la forma en la que nos organizamos, se cambiaría la estructura social hacia una con menos desigualdades, lo que a su vez, influiría en una nueva manera de ver y entender el mundo. Pero siempre lo primero debía ser lo primero: tomar el control de los medios de producción—revolución mediante, como nos enseñó V.I. Lenin—y construir una sociedad que se pensara a sí misma en estos mismos términos.

Sin embargo, cuanto más ahondaba en el estudio de la teoría social y más atendía a los sucesos históricos que me están tocando vivir desde una perspectiva crítica, más me daba cuenta de que las gentes de izquierda nos hemos encontrado siempre en un callejón sin salida. Todo el planteamiento de subvertir el orden económico para lograr un paraíso social así como el diseño de todas las estrategias encaminadas a este fin, solo sería factible si se pudiera hacer tabula rasa EN todo el Planeta AL mismo tiempo. Que la convergencia espacio-tiempo –EN todo el mundo AL mismo tiempo—fuese necesaria y no contingente, convertía la posibilidad última del socialismo marxiano en algo improbable habida cuenta del orden internacional que se estaba imponiendo. Aunque deseable como horizonte que guíe la reivindicación de una mayor justicia social y económica, desde luego. A esto no me resisto.

Tenía 27 años cuando cayó el Muro y lo pude ver desde Chicago donde estudiaba entonces. Las consecuencias de aquel hecho puntual supusieron una debacle ideológica que, reconozcámoslo, sumió a toda la izquierda en una crisis de la que todavía no ha salido. Aunque no era economista, alguna idea se me aparecía clara y distinta: las bases económicas de la URSS y su sistema de relaciones sociales de producción no podían jugar con las mismas reglas del salvaje libre mercado que se iban imponiendo a nivel global. El mundo, además, se encogía cada vez más, y las posibilidades de sustraerse a aquellas injustas reglas se dificultaban por momentos. La posibilidad de que la autarquía económica pudiese asegurar la sobrevivencia digna en un mundo global se desvaneció poco a poco. Y todo colapsó.

Sin embargo, en Europa occidental y más concretamente en España, una buena parte de la izquierda se obcecó y olvidó el principio de realidad que sustentaba nuestros principios morales e ideológicos: la infraestructura tecno-económica, lo dijeron Marx y Lenin, es la «base real» donde radica la posibilidad de encontrar una nueva organización política y jurídica. Aplicar estrategias que invierten la realidad solo lleva a pensar que los tanques por la Diagonal serían los de la división acorazada Brunete y no los de los sectores financieros y empresariales, o que controlando el adoctrinamiento educativo lo demás es cuestión de tiempo.

Invertir el orden que sustenta nuestra propia visión ideológica del mundo, es decir, pensar que «es la conciencia social la que determina nuestro ser», nos hace olvidar qué es lo primero. El divertimento intelectual de centrarse en la hegemonía por el discurso es interesante solo para los que, como a mí, el estado paga por pensar y escribir aunque, en realidad, solo lleva a graves errores estratégicos que sufre la ciudadanía y abre paso a un populismo simplón. Errores estratégicos como es preferir un gobierno de un tipo como Rajoy (aunque sea 100% anti-social y adalid del españolismo colonialista e imperialista) antes que uno de un menchevique como Sánchez que solo sea un 97% anti-social y españolista. Lamentablemente ese 3% de diferencia en la escala de políticas anti-sociales y de españolismo ultramontano es lo que nos ha traído hasta aquí.

¡Ay, qué lástima, cuánto no se podría haber negociado y mediado desde entonces!